LOS ÚLTIMOS CHARRÚAS
Me piden que escriba sobre mi país y me cuestiono si puedo hacerlo sin tener que recurrir a la memoria y a lo que pasó antes de que el avión me trajera más acá de ese inmenso mar que llamamos Océano Atlántico.
En tres años pueden pasar muchas cosas, más de las que llegamos a comprender y, erigirnos en críticos, amigos o simplemente observadores de lo que ha ocurrido desde que dejamos el país resulta una temeridad.
Sabemos lo que leemos en diarios comunes o virtuales, pero también somos conscientes de que de lo que una prensa y otra escribe, leyendo todas las opciones llegaríamos, con mucha buena voluntad a un término que nos permitirá recién, centrarnos en la verdad; sabemos lo que nos cuentan nuestra familia, nuestros amigos, incluso los desconocidos con los que nos tropezamos por estos caminos de Internet, pero también somos conscientes de que según le ha tocado en suerte su papel en la sociedad, el desencanto o la confianza de cada uno serán diferentes y no siempre lo que uno ve, es lo que el otro observa.
En el mismo día alguien nos dice que la situación no tiene vuelta, que el país se hunde y con él todos los uruguayos; a la media hora estamos leyendo una nota llena de esperanza porque por allá, alguien descubrió una rendija por la que entra la luz y ¡mire que somos testarudos los uruguayos!, ya estamos levantando nuevamente la cabeza y por acá encontramos a alguien al que no le va tan mal y nos dice que, si bien ‘la cosa está difícil’, aún se puede remar.
Por eso no me considero autorizada para hablar de la realidad del país; ni de la realidad socio-económica, ya que si bien soy consciente de que la situación es preocupante, sería muy parcial en mi opinión porque trataría de oír solamente a aquel que ve asomar un rayo de luz; ni de la socio-política porque aunque trabajé periodísticamente en política, ahora solo puedo seguir el tema por los mismos referentes a que hago alusión dos párrafos arriba.
Tampoco puedo hablar de la realidad turística actual en Uruguay. Yo que llevé la bandera del turismo como un estandarte no me siento capacitada para juzgar su oferta turística actual, como tampoco me siento con autoridad para hablar de su patrimonio arquitectónico, me refiero al nuevo, a lo que vería hoy.
Yo dejé una torre de Antel apenas en estructura, y ahora veo fotos de un edificio desafiante, ¿de qué?, pues de la crítica, de la época de vacas flacas, del espacio mismo. Nadie me dijo que pronto el histórico puente sobre el Santa Lucía será eso: un recuerdo de la historia reciente; dejé Carmelo con no más de algún que otro hotel de dos estrellas y me entero que entre la ciudad fundada por Artigas y el puente Castell hay un complejo de cinco estrellas, me pregunto para quién, pero no me atrevo a hablar del entorno en que se construyó y pienso que debo averiguar más preguntándoselo a María Esther, pero cuando hablo con ella, siempre surgen cosas más importantes que un hotel cinco estrellas, como son los hijos, los sueños, los recuerdos y la amistad misma.
Ahora Beatriz nos ha pedido que le ayudemos a mostrar nuestro Uruguay a una amiga que desde Suecia quiere asomarse a ese país con forma algo parecida a la de un corazón, a la de un corazón anatómico, no al de los poetas del pincel, y trato de complacerla como puedo, enseñándole los recortes del ‘paisito’ que no cambian porque están encerrados en la memoria.
Y Beatriz, sin proponérselo, me ha dado idea para abrir la ventana de los recuerdos y mostrárselos al mundo, porque ahora, cuando escribimos no lo hacemos para unos pocos con acceso al papel donde plasmamos nuestras letras; para bien o para mal, escribimos para el mundo, y eso nos obliga a ser más cuidadosos, a no destrozar con una palabra incorrecta, lo que queremos que mejore y se haga más hermoso.
Antífona
Recuerdo que uno de mis paseos preferidos en Montevideo era el Prado. Pero iba muy poco porque quedaba lejos de mi casa. Yo vivía en Cordón, a un paso del Obelisco y tenía allí, con solo caminar pocas cuadras, el Parque Batlle, al que a mi me gusta seguir llamando Centenario y, no muy lejos el Parque Rodó y con tanto verde alrededor, el Prado no dejaba de ser una exquisitez más que una necesidad.
Porque no me van a negar que perderse en los senderos bordeados de árboles, sentarse en el césped, aspirar el perfume de los eucaliptos, mirar cielo sin el molesto marco de edificios, se convierte muchas veces en una necesidad para quienes viven en las ciudades.
Con la imaginación estoy llegando al Viaducto, y ahora que lo pienso ¿estará aún en pie?, recuerdo que hace casi diez años los comerciantes del Paso Molino reclamaban su eliminación porque, sin trenes que atravesaran la ciudad cada poco tiempo, aquella obra dejó de tener sentido.
Las esculturas de Belloni, esa diligencia empantanada con el práctico tratando de sacarla de su comprometida situación apenas a un paso de la gran avenida. El Prado es hermoso desde que pisamos sus aceras y comenzamos a internarnos en los caminos irregulares que nos deslizan entre chicos jugando al fútbol, ciclistas domingueros y paseantes, termo bajo el brazo y mate en la mano cual insignia patria.
El barrio del Prado es en sí un paseo hermosísimo, con sus mansiones señoriales que fueron las casas de veraneo de las familias acomodadas del Montevideo de mediados del siglo XIX. Cuentan los libros, que cuando llegaba la época de verano comenzaba la mudanza de las familias cargando carros y carricoches con enseres, criados y hasta algún que otro animal.
Pero mi ideal no era perderme en sus calles arboladas ni recrearme con los cuidados jardines que se ven detrás de las verjas y dejaba la visita a las casonas para el día del Patrimonio, cuando la mayoría abría sus puertas a nuestra actual curiosidad. En el Prado yo buscaba el contacto con la naturaleza y me quedaba pensativa mirando correr el arroyo marrón grisáceo pensando si costaría tanto, en trabajo y en dinero, recuperarlo y hacer de ese cause un sitio donde los pequeños pudieran intentar la pesca de las mojarritas y todos respiráramos más complacidos.
Generalmente mis pasos, despaciosos y al azar me llevaban frente al monumento que representa a ‘Los últimos Charrúas’: el cacique Vaimaca, Tacuabé, Senaqué y Guyunusa con su pequeña hija en brazos.
Sin lugar a dudas Edmundo Pratti supo calar en el alma de los uruguayos cuando fundió los moldes con esos rostro tan orgullosos en su desgracia.
Mirándolos me vienen a la memoria unos versos de Juan Zorrilla de San Martín en su ‘Tabaré’
Son el hombre-charrúa,
la sangre del desierto,
¡la desgraciada estirpe, que agoniza,
sin hogar en la tierra ni en el cielo!
Canon
La historia de Vaimaca, Tacuabé, Senaqué y Guyunusa nos duele aún ¿y porqué? Siempre ha habido hombres que han considerado inferiores a las razas indígenas y por eso no han sentido remordimientos por sus culpas. Hoy, recordando ese magnífico grupo escultórico pienso si acaso no somos nosotros esos hombres.
Hace pocos años repatriamos a Vaimaca Perú desde Musée del’Homme de París donde su momia era exhibida como ‘curiosidad’. Inhumamos sus restos en el Panteón Nacional con honores de Héroe y todos nos sentimos en paz después de lavar la mancha de nuestra historia.
Por muchos años sentí hablar de los últimos charrúas ¿un monumento?, ¿la esclavitud a la que fueron sometidos esos cinco seres humanos, arrancados de sus raíces y exhibidos como bestias extrañas en los circos de Francia? ¿o la vergüenza de nuestra propia nación después que el Presidente Fructuoso Rivera ordenó el exterminio de la raza charrúa y Bernabé Rivera cumplió su cometido?
Las figuras de bronce siempre ocuparon buena parte de mi tiempo y cuando las dejo atrás, con la memoria me detengo en el rosedal. De todos los rincones del Prado el más hermoso por la belleza misma de las flores y por el descanso que sus bancos ofrecen entre los perfumes y los suspiros de alguna parejita que no escatima caricias.
Y aquí rememoro algo de aquella funesta noche en que los hasta entonces confiados aliados fueron traicionados. Salsipuedes ¡vaya nombre para una encerrona!, ¡vaya encerrona para una traición!
Nuestra historia estaba limpia, nuestro cielo no tenía manchas y nuestras frentes de orientales no llevaban la marca de la verecundia pero la más brava tribu indígena, la más grande de las que poblaron nuestro suelo, por indómita, por orgullosa fue juzgada y castigada sin piedad
Una nube mancha con una sombra el espacio del rosedal y miro el cielo.
El cielo uruguayo suele estar salpicado de nubes muy blancas, esponjosas, pero pasan y el sol vuelve a despejar los recuerdos.
Debe haber sucedido en la década del 80, quizás a principios de la del 90. No recuerdo exactamente cuando; sólo que las familias indígenas comenzaron a llegar a Uruguay.
No eran muchas, venían desde el Paraguay y la mayoría se quedaron en las islas frente a las costas de Río Negro, en el mismo río Negro y en el Uruguay. Supe que la Intendencia de Montevideo les había dado un sitio entre los montes nativos a orillas del Santa Lucía, pero eso fue bastante después.
Un día fuimos a buscar a una familia que nos habían dicho estaba acampada cerca de la ciudad de Santa Lucía. No fue fácil dar con ella. Dejamos el auto en la carretera, cruzamos entre los alambres de un cerco y comenzamos a caminar, más por instinto que por la seguridad de encontrarlos.
Estaban a la orilla de un hilo de agua, pequeño afluente ni siquiera catalogado como tal que les daba la humedad necesaria para hacer crecer su maíz.
Era una familia de indios guaraníes compuesta por el jefe de la misma, su esposa y sus hijos con sus esposas y sus hijos. En total unos nueve individuos entre grandes y chicos.
Sentados en el suelo, formando un círculo conversamos con el jefe del clan. Así nos enteramosque ellos venían ‘a cumplir con el designio de sus antepasados’, porque según nos contaron, una gran catástrofe iba a afectar al mundo y Uruguay era, precisamente, uno de los sitios del planeta que menos sufriría sus efectos.
Nos olvidamos de preguntar cuando iba a suceder aquello y, lo cierto es que en estas dos décadas no ha habido tal desastre mundial pero… ¡lástima que me fui de la seguridad del país! ¿no será quizás hora de pensar en regresar?
Hablamos mucho con aquel indígena y nos contó una historia que se nos hizo familiar. Nos dijo que ellos volvían a la tierra de sus mayores porque el hombre blanco había matado a sus abuelitos y éstos habían huído (los que se habían salvado) cruzando el mar.
No tuvimos ninguna duda. Sus abuelitos eran aquellos charrúas de los que los cuatro inmortalizados en el bronce habían formado parte. El hombre blanco era Bernabé y sus soldados. La matanza fue la orden de exterminio y el mar que cruzaron en su huída, era el Río Uruguay.
No pedían mucho, suelo donde sembrar su maíz blanco. Estaban en el lecho seco de un cauce, pero se sentían seguros. No temían a las tan comunes inundaciones. Ellos sembraban algunos granos de ese maíz especial y si venían fuertes significaba que allí la tierra los recibía con gusto y mientras las plantas estuvieran lozanas, no corrían peligro alguno porque la misma madre tierra los protegía.
Nos contó que cuando el sol tenía un halo a su alrededor significaba que había sucedido alguna desgracia en la familia que había quedado lejos y, con nuestra tonta picardía criolla, le preguntamos ‘y cuando es la luna la que tiene ese halo, ¿que significa?’ y la respuesta fue rápida y no hizo más que corroborar la vieja sabiduría popular: ‘pues que va a llover’.
Las fotos eran de rigor para dejar testimonio de aquella entrevista tan especial, pero sólo nos permitió fotografiarlo a él: ‘tú te llevas mi voz y mi imagen, pero no la de mi familia’. Y de la familia sólo pude llevarme el recuerdo de una mujer con un niño en brazos, de pie delante de una choza de palos, dos niños observándonos con curiosidad y, bastante alejados el resto del grupo.
Tejían cestos de mimbre que vendían en el pueblo cercano, después los ví en 18 de Julio ofreciendo su mercadería y un día se dejó de hablar de ellos, y poco más supimos salvo que había un asentamiento en algún sitio de Montevideo.
Ignoro si es el aroma de las rosas en flor, si se debe a un extraño atractivo emanado de los ojos de aquellos charrúas que, de naturales que parecen, esperamos que en cualquier momento comiencen a moverse, lo cierto es que el paseo ha quedado reducido a una tarde de recuerdos y mientras me dirijo hacia Agraciada para subir a un ómnibus que me lleve al Centro, pienso que el resto del recorrido lo haremos otro día, si me quieren acompañar.
Escrito en octubre de 2003
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marilyn Días Capó -